lunes, 23 de febrero de 2009

RUIDO BLANCO

-Shhhhhh...-

En este momento reconozco varias capas de sonido simultáneamente, de las cuales soy culpable de algunas. Escucho una maquinaria lejos, escucho la radio que prendí para hacerme compañía, escucho las teclas mientras escribo todo esto, también escucho el viento, parece que se viene una tormenta. A veces me abstraigo bastante escribiendo, entonces el tenue movimiento de las puertas que se dejan llevar por las corrientes de aire me trae de vuelta. Uno naturaliza los sonidos y los ruidos que no cree relevantes, por eso me sorprendo dándome cuenta de que la radio estuvo prendida y sonando todo este tiempo.
No hace tanto, en uno de esos shows documentalistas a los que dedican su programación algunos canales de cable, pasaron un estudio donde afirmaban que a lo largo de la vida se perdía la capacidad auditiva debido a microlesiones causadas en el aparato auditivo por el acto mismo de escuchar. Claro que los sonidos fuertes y estridentes contribuían a esta ecuación haciendo que el “escuchar” se vuelva más lacerante. De esta forma explicaban por qué los niños eran más proclives a escuchar todo mucho más profundamente y a prestar atención a matices y sutilezas que escapan al oído medio. Por el contrario, la gente mayor pierde paulatinamente esta capacidad, y las microlesiones acumuladas a lo largo de los años serían las causantes de que cada vez accedan a menos canales auditivos. Querían explicar así por qué los ancianos parecían más “perdidos” en medio del caos ciudadano cotidiano que las personas jóvenes (que, de hecho, van en ese camino). Un tren que pasa a ocho cuadras me abstrae del teclado y del monitor ¿Tanto es el silencio que puedo escuchar algo que ocurre a casi un kilómetro?
Fue un miércoles a la mañana cuando decidí escribir este texto, mientras esperaba en la estación. Tuve que dejar pasar dos trenes porque no había lugar ni para intentar pelear hasta hacerme uno. Cuando apareció el tercero decidí cambiar de estrategia y opté por usar la inteligencia en lugar de los músculos (que, por cierto, nunca fueron mi fuerte); procedí a utilizar la estrategia que usan algunos automovilistas cuando, detenidos por algún semáforo en rojo, una ambulancia con la sirena sonando aparece y hacen paso para que cruce y aprovechan para cruzar en rojo ellos también, impunemente y solo por capricho: Me mimeticé con los que ya estaban dentro y salían solo para dar paso a quienes bajaban en tropel, me hice el que formaba parte de esa masa humana que legítimamente pertenecía “dentro”, me fundí con ellos. Sin que nadie se diera cuenta pasé a ser uno más, no representaba una amenaza. Aunque no lo pareciera, viajar tan hacinado tiene algunas ventajas, como por ejemplo que no haga falta tener que sostenerse para no caer con las frenadas y cambios de velocidad de la formación. ¿Cuantas personas entran en un vagón hasta el límite? Sin duda algún número cercano al infinito; no quiero ni pensarlo, me marean los números tan abstractamente altos. Nadie hablaba, entre los dormidos y los fastidiados por la rutina, no había otro ruido que el del andar de la máquina, y la pérdida y monopolizadora música que alguien escuchaba ¡Con auriculares! Así de grande era el silencio que dominaba el vagón. Así de resignadas y cansadas eran las expresiones de los pasajeros. Recién bañados todos, para sacarse las marcas de la almohada, recién maquilladas ellas, recién afeitados ellos. Todos en silencio, todos correctos, todos en silencio, con las miradas perdidas Todos resignados por vivir una vida tan impersonal, hombres suburbanos siguiendo sus rutinas como si no hubiera otra opción. Ovejas esperando la esquila, vacas yendo al matadero. Si el miedo a la muerte tergiversa los valores, distraerse hasta olvidarse, hacer de cuenta que el final no existe, mantiene todo en orden.
Hay silencios forzosos y silencios forzados. Están los silencios que no dicen nada y los que dicen mucho. Hay discusiones de pareja que solo dejan lugar al silencio como única opción posible, conteniendo lágrimas o mordiéndose los labios para no estallar de rabia, pero silencio al fin. Sea para no darle el gusto al otro, para no degradarse o para, más adelante, buscar una reconciliación.
Hay veces en que el silencio, como rutina (o ruina), se hace muy difícil de romper: miremos “El grito” de Munch, una de las pinturas con más intentos de robo en el siglo veinte ¿Qué fue lo que obligó a estallar en un llanto primal al andrógino protagonista? ¿Por qué despierta tanta fascinación y fantasías de rapiña entre el público ese lienzo? Vivir en la Europa de la primera post-guerra no debe haber sido fácil para nadie, con el continente arrasado, una generación perdida y el poder mundial escindido. Las crisis se sucedían unas tras otras; las identidades, los orgullos nacionales destrozados. Sin nadie que pudiera explicar qué pasó ni que pasaría... tanta acumulación de emociones solo parecía dejar lugar a una explosión como resultado lógico. Como un globo inflado y un alfiler, como una rana fumando un cigarrillo ¡Plum! El grito, de desahogo, que busca llamar la atención ante la indiferencia de los personajes secundarios. El grito que rompe el silencio.
Los diccionarios mínimamente modernos definen al Ruido Blanco como una señal que contiene todas las frecuencias, en todas las potencias; igual que la luz blanca, de donde proviene su nombre. Es decir que el ruido blanco es todos los sonidos posibles, la famosa masa amorfa sobre la que teorizaba Saussure. Cuando todo es absolutamente TODO, sin ningún tipo de posibilidad de que nada quede afuera, esa totalidad se vuelve un objeto en sí mismo, donde las identidades y subjetividades de sus componentes pierden importancia hasta perderse. Esa masa amorfa dice tanto que termina por no decir nada. El ruido absoluto se vuelve entonces la norma, lo común y se naturaliza, se vuelve la nueva cara del silencio.
¿El silencio es salud? La perorata del sentido común nos lleva a creer que no decir nada es lo esperable. Que nadie rompa el silencio, que nadie se anime a actuar en contra del ruido, no sea cosa que empecemos a escuchar cosas puntuales, a prestarle atención a los detalles. Si el silencio se vuelve un muro, entonces hay que derribarlo a los gritos.

martes, 10 de febrero de 2009

promises

Ok, se que tengo medio olvidado el Blog. Ahora una promesa es una promesa. La próxima vez que postee, va a ser un ensayo. Es una promesa.